¿Por qué damos una y otro vez a nuestros hijos bollos, galletas, cereales o cacaos solubles para desayunar? Existe la dudosa creencia, promovida por la industria alimentaria, de que esta comida es la más importante del día y de que debe ser rica en hidratos de carbono procedentes de harinas refinadas, como lo son la mayor parte de los desayunos industriales que se anuncian en la tele. Sin embargo, tal y como denuncia la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU), estos desayunos tienen poco de saludables: en su mayor parte son alimentos ultraprocesados ricos en grasas, azúcares, sal y aditivos que sólo deberían consumirse de forma esporádica.
Por desgracia, es difícil sustraerse a una publicidad que utiliza hábilmente muñecos, colores y canciones pegadizas para atraer a los más pequeños, o que adjunta en el envase fotos de alimentos tan saludables como inexistentes en el producto (leche, frutas, etc). Aunque distinguir un producto ultra procesado no debería resultar demasiado complicado. Bastaría con comprobar en el etiquetado la presencia de tres o más ingredientes, acompañada de una larga lista de aditivos. O, más fácil aún, escanearlo con una app desarrollada por OCU, como es OCU Market, que informa, entre otras cosas, sobre su valoración nutricional y su grado de procesado (clasificación NOVA).
Ahora bien, tan importante como identificar y limitar la ingesta de alimentos ultra procesados, lo es modificar ciertos hábitos alimentarios. El desayuno no tiene por qué ser una comida monótona y especialmente energética. Igual que cualquier otra, debería ser una comida variada y rica en productos frescos y de origen vegetal. Pruebe a darle a su hijo para desayunar una tostada de pan integral con aceite y tomate, con aguacate y queso o, simplemente, con un trozo de melva en aceite. Eso sí, tómela usted también, e insístale en que la pruebe, porque el propio ejemplo es la mejor herramienta educativa de la que disponen los padres.